sábado, 29 de junio de 2013

Sobre las máquinas, 3

A partir del intercambio entre Padín y Da Ré, publicamos los comentarios que nos hizo llegar Jonatan Gross:



El artículo “Las Máquinas: Técnica y alienación en la era del Capital”, de Hernán F. Padín, como los comentarios críticos de Esteban V. Da Ré, me llevaron a retomar algunas reflexiones sobre las máquinas y la técnica que me gustaría compartir. Si bien no he podido desarrollarlas en profundidad, por eso se las acerco mediante citas y apuntes, creo que pueden aportar al debate.

Partamos de algunas afirmaciones hechas por Esteban.

En primer lugar, la cita de Hernán: “Una sociedad altamente tecnificada desemboca necesariamente en un modo de producción capitalista” (p. 103)[1].

Y en segundo lugar, sus dos últimos comentarios:

2) Percibo un problema similar al señalado sobre el Editorial, confundir la técnica con su uso. En sí, las máquinas no son “malas” ni “buenas”, quien le puede dar ese valor para la humanidad es el uso que la misma humanidad les dé.

3)  No se desarrolla el nexo necesario entre tecnificación y sociedad capitalista. Si imaginamos una sociedad comunista en la que la humanidad cada vez le dedique menos tiempo y energía al trabajo que le requieren sus necesidades biológicas y cada vez más a las necesidades espirituales, una sociedad altamente tecnificada parecería ser una condición que favorecería ese objetivo, en tanto con menos tiempo de trabajo vivo se podrían producir mayor cantidad de riquezas…

Retomando los escritos de Marx, podemos identificar ambas posturas, en principio, antagónicas[2].

En “Miseria de la filosofía” (1946), encontramos que: “El molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la sociedad de los capitalistas industriales”.

En otro lugar, “Trabajo asalariado y capital (1849)”, el mismo Marx afirma: “Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero […]”.

En “El pensamiento de Cornelius Castoriadis” (vol. II), aunque con algunas reservas en relación a su teoría de la institución imaginaria de la sociedad, se aborda este problema de una manera alternativa que me resulta muy productiva:

Si el “estado de las fuerzas productivas”, entendido como la evolución técnica, determina sin ambigüedad la organización de las relaciones de producción y, por su intermedio, del sistema social en su conjunto -si al molino de brazos corresponde la sociedad feudal, al molino de vapor corresponde la sociedad capitalista”- , entonces es que la máquina en sentido estricto, y este tipo de máquinas, determina la aparición de una sociedad capitalista, y en esta sociedad la máquina no puede ser otra cosa que “capital”. No lo es de modo “inmediato”; pero este “inmediato”, como todo inmediato, no es más que abstracción, pues el ser de la máquina sólo es plenamente lo que es cuando se han realizado todas las mediaciones y sus resultados, al volver sobre lo inmediato, lo han determinado por completo en toda su profundidad. En este sentido, la máquina es perfectamente capital, contrariamente al oro, cuyo ser-moneda, desde este punto de vista, es mucho más exterior y accidental. Una cosa es decir que la máquina, aunque sea “en último análisis”, da existencia al capitalismo, y otra muy distinta decir que el capitalismo es el que da existencia a las máquinas, en sí neutras y puros medios, como capital.

En tanto “materialista”, pretende determinar el capitalismo por la máquina; en tanto “hegeliano”, sabe que la máquina no es lo que es, no adquiere su sentido (su ser) sino por su inmersión en la Totalidad, que, en este caso, es el sistema social que le “confiere” una significación. Y evidentemente, las dos posiciones son insostenibles. No se puede pensar la máquina, ni siquiera reducida a su ser-técnica, como algo neutro, si no es sólo accidentalmente. Las máquinas de las que se trata durante el período capitalista son perfectamente máquinas “intrínsecamente” capitalistas. Las máquinas que conocemos no son objetos “neutros” que el capitalismo utiliza con fines capitalistas, “apartándolas” (como tan a menudo lo piensan, con total ingenuidad, los técnicos y los científicos) de su pura tecnicidad, y que podrían ser, también, utilizadas con “fines” sociales distintos. Desde mil puntos de vista, las máquinas, en su mayoría consideradas en sí mismas, pero en cualquier caso porque son lógicas y realmente imposibles fuera del sistema tecnológico que ellas mismas constituyen, son “encarnación”, “inscripción”, presentificación y figuración de las significaciones esenciales del capitalismo.

A partir de este planteo, respecto a 3), creo necesario remitirse a los escritos sobre la maquinaria y la gran industria, desarrollado por Marx en “El Capital”. Complementándolo, como una clave de lectura, con lo desarrollado por el mismo autor en sus escritos acerca de la categoría trabajo y el proceso de subsunsión formal y real en el capital, para evitar caer en una lectura transhistórica de la alienación. Y también se desprendería que, la abolición del capitalismo es inconcebible sin una subversión tanto de la tecnología existente como del vínculo de la producción con la ciencia (de la naturaleza) y con la propia naturaleza.


[1] A la que agregaría la frase previa: “La industria y la maquinaria, de algún modo, no son sólo «herramientas» del modo de producción capitalista: son también aquellos elementos técnicos que condicionan un tipo social de producción”.
[2] Dejamos para más adelante otros aspectos interesantes a considerar. Por ejemplo, las máquinas como dispositivos de biopoder que, en regímenes específicos de producción, facilitan ciertas prácticas y formas de subjetivación, a la vez que dificultan otras.

Sobre las máquinas, 2

Esteban Da Ré había escrito una serie de comentarios sobre el último número de Amartillazos, incluyendo uno sobre el artículo de Hernán Padín, "Las máquinas".
Esta vez, Padín dialoga con Da Ré a partir de esos dos textos:

Esteban:
            En primer lugar quería darte las gracias por los comentarios al número 6 de Amartillazos en general y a mi artículo en particular, por brindarnos una crítica constructiva y abrir así un campo de debate que de algún modo pueda servir de extensión a la revista.
            Tus comentarios al artículo Las máquinas me suscitaron varias ideas que creí oportuno compartir con los compañeros de Amartillazos para hacerte una breve devolución. Me doy cuenta que algunas cosas pudieron quedar un tanto confusas en medio de tanta profusión de citas, por lo que aquí me permito replicarte de un modo directo y sin las formalidades de un texto destinado a la imprenta, con la intención de arrojar quizá así algo de claridad sobre el tema propuesto en el artículo.
            Quisiera aclarar para empezar que mi escrito no tiene por intención aportar una propuesta concreta (es decir, realista en sentido de realizable) ni tampoco un modelo utópico (o ideal) de sociedad futura posible. Su móvil es eminentemente crítico de una tipo de realidad social y humana que desde la modernidad en general, pero especialmente desde el desarrollo de la era industrial contemporánea, se ha ascentado para reinar casi sin alternativa como modelo único –o hegemónico al menos- de desarrollo. Se trata por supuesto del modelo capitalista-liberal, el mercado de consumo y el sistema tecnocrático en que se fundamenta. Sin embargo, el artículo aspira a demostrar de algún modo que el modelo socialista de producción, en cuanto ha seguido –y pueda seguir- aferrado a la idea de un progreso técnico constante y sin límite, está destinado a producir, en definitiva, prácticamente el mismo tipo de sociedad que ha producido y produce el capitalismo liberal.
            Mis críticas al socialismo científico, así como a otras corrientes críticas al modelo hegemónico a partir de Hegel, apuntan a denunciar hasta qué punto los teoricos de la economía y la sociedad no llegaron a advertir –cosa muy comprensible por otro lado- los peligros de la industria y el progreso técnico, así como el tipo de sociedad que un mercado de consumo diversificado y en permanente ascenso podía generar, considerando –al menos en el caso de Marx y su escuela- que cambiando las relaciones de producción (y, por tanto, la propiedadsobre los medios de producción) podía resolverse la contradicción en que se hallaba la sociedad moderna, cuando el problema de base no podía nunca limitarse a eso sino que se extendía –a mi juicio- a un elemento inadvertido por muchos incluso hasta hoy, que es precisamente el del modo de producción, esto es: la máquinaen sí misma tal como la era industrial la concibe y la pone en marcha.
            Por eso mi análisis de la máquina como elemento determinante en el tipo de sociedad que, desde fines del siglo XVIII, se viene gestando a nivel europeo primero, a nivel mundial después. Esta perspectiva, tratada muchas veces desde la ciencia ficción o desde la denuncia humanística –pienso en películas como Terminatorpara el primer caso, en autores como Ernesto Sábato para el segundo-, pocas veces ha sido abordada desde un punto de vista filosófico y a partir de los autores clásicos, los cuales solemos estudiar sin reparar en esa falencia fundamental que supone el haber criticado un modelo de sociedad –cosa sin lugar a dudas oportuna- descuidando no obstante en su análisis ese elemento que, sin ser directamente humano fue sin embargo introducido por el hombre, que es la máquina (o, si se quiere, la tecnología industrial) y la división y especialización del trabajo que de ella se deriva.
El modelo que intento pensar a partir del artículo no necesariamente debe adoptar la forma de un artesanado individualista. ¿Por qué no pensar mejor en un modo de producción artesanal colectivista especializado? Incluso se podría pensar en un modo social y colectivista de producción industrial primario no monopólico, un esquema productivo que se basara en la obtención de matrerias primas y alimentos, la fabricación de productos y el procesamiento de recursos, seguidos de un intercambio comercial a partir de pequeñas células basadas, por ejemplo, en la familia o en pequeños grupos que actuarían a modo de comunidades autónomas pero aún así enraizadas en el resto del tejido social. No es imprescindible postular el individualismo –por otro lado tan característicos de la sociedad vigente, ya que el modo de producción capitalista si hay algo que fomenta es el individualismo, la competencia y hasta la desconfianza entre las personas, así como la división entre empleados y empleadores, etc.- ni hay necesidad alguna de promover un atomismo social para atacar la teconocracia de la producción, en la cual los productores están no sólo enajenados respecto a su trabajo, los medios de producción y ellos sí mismos, sino también en relación a la sociedad a la que pertenecen, incluso a la clase (para usar terminología marxista) de la que forman parte. El modo de producción industrial, tanto en su forma capitalista como socialista, recrea el individualismo mucho más de lo que lo hacía el modo preindustrial o incluso artesanal; y digo que también en su forma socialistahaciendo alusión a los países que han pretendido alcanzar, sin lograrlo fehacientemente, el socialismo (salvo que queramos creer ingenuamente que la URSS, la República Popular China o Cuba han tenido algo que ver con lo postulado por Marx y otros teóricos de su especie). En la fábrica moderna nadie se comunica con nadie salvo para dar ordenes o acatarlas, y la única realidad que tiene el otro para el trabajador es en tanto engranaje de la gran maquinaria en la que él mismo se haya disuelto e irremediablemente deshumanizado.
No se trata de que el trabajador produzca él solo los bienes indispensables para su subsistencia –cosa impensable-, ni de que retorne al intercambio intuitivo de la prehistoria, sino de producir lo necesario para la comunidad y socializarlo a través del intercambio y el comercio (incluso con otras comunidades) pero reduciendo al mínimo indispensable el uso de los medios tecnológicos, al menos en la medida que estos propicien la alienación y deshumanización propias de la industria moderna (sin mencionar la contaminación, los riesgos laborales, el agotamiento irremediable de recursos no renovables, etc.). Quizá suene excesiva o hasta ingenua mi pregunta retórica (¿para qué utilizar las máquinas, si con simples utensilios el hombre puede extraer a la naturaleza todo lo que necesita para vivir?”, p. 101), pero en efecto la humanidad subsistió por siglos sin necesidad de recurrir a la industria moderna y el delirante “avance” tecnológico que hoy padecemos. Lo único que la tecnología moderna ha verdaderamente logrado es llevar la existencia de las sociedades a un grado de complejidad casi inmanejable, sin mencionar el riesgo en que ha puesto no ya su sano desenvolvimiento sino su misma existencia (si no quedó claro el argumento, lo resumiré en una sola palabra y una fecha: Chernobyl, 1986).
Respecto a la otra afirmación (“Una sociedad altamente tecnificada desemboca necesariamente en un modo de producción capitalista”, p. 103), se sustenta en el hecho de que el capitalismo se fortalece en buena medida a partir del avance de la era industrial, si bien la industria no existía en los comienzos de esta forma esencialmente económica (o, mejor dicho, economicista) de entender la realidad social. Eso no significa que no sea la técnica moderna un aliado del Capital, pues si ha sido posible, desde fines del siglo XVIII, acumular capital en la forma que lo han hecho y lo siguen haciendo las grandes superpotencias, es justamente merced al tipo de producción que la industria moderna genera. Se suele sostener que si los medios de producción (máquinas, herramientas, vehículos, fábricas, depósitos, etc.) estuviesen en manos de los mismos trabajadores y no de los capitalistas el problema se resolvería instantáneamente, olvidando que no es sólo la dependencia del capitalista la que enajena al obrero sino la máquina en sí misma, el hecho de que, por más que la máquina pertenezca a la comunidad de la que se forma parte y no a un propietario individual o colectivo (una empresa, por ejemplo), el trabajar ocho horas en ella enajena a cualquiera, pues uno termina por formar parte de la máquina y el instrumento deja de ser ella para devenir el ser humano sometido a su lógica maquinal.
La confusión surge, a mi juicio, de que a la máquina no se la puede juzgar ni culpar de nada. La máquina no razona ni piensa, no tiene voluntad, por lo que cualquier mal que pudiese ocasionar en quien la opera no puede ser responsabilidad suya, lógicamente. Sin embargo, la máquina aprisiona y explota al individuo tanto como el capitalista o el Estado burgués, en manos de quienes se convierte directamente en un arma letal, aún cuando ese no haya sido su fin originariamente sino el producir bienes para el consumo y la generación de riqueza. Habría que rastrear la historia de la máquina, hacer la genealogía de este instrumento perverso que ha desgastado y hasta triturado por siglos a los hombres convirtiéndolos en sucios engranajes de un engendro inhumano cuya única razón de ser es la producción y reproducción desmesurada e irrefrenable de mercancía.
Por supuesto que subsiste la incómoda pregunta: “¿Es posible pensar en dar un paso atrás? ¿Sería la idea de un paulatino retroceso en lo tecnológico y la recuperación de nuestra relación vital con la naturaleza lo que pueda salvarnos de la catástrofe que se avecina?” (p. 109) Resulta difícil luchar contra una idea tan arraigada en nuestra cultura como es la del “progreso indefinido hacia mejor”. Se cree con demasiada facilidad que la evolución tecnológica supone necesariamente la salvación progresiva de la humanidad. “Por la medicina llegaremos a vivir 150 años”, dice una revista de medicina; “Las nuevas tecnologías informárticas pronto nos permitirán crear simulaciones tan perfectas que será imposible distinguirlas de la realidad”, vaticina un portal en la Web; “Pronto estaremos en condiciones de colonizar otros planetas y hacerlos habitables como la Tierra ”… etc. En mi adolescencia, transcurrida durante los años ochenta, tuve la ocasión de empalagarme hasta el hartazgo en este tipo de optimismo naif que halababa las posibilidades que pronto garantizaría la técnica a la Humanidad; pero la mayoría de esos pretendidos “milagros” no sólo no se han dado, sino que muchas veces han “engendrado su contrario”. La vida, lejos de prolongarse, parece ser cada vez más breve e insalubre. Hoy en día es quizá más difícil morir de tuberculosis o sarampión y la fiebre amarilla es ya un viejo recuerdo, pero el cancer, los problemas cardíacos relacionados con tabaquismo y otras adicciones, así como los accidentes cerebro-vasculares ocasionados por el stress están a la orden del día. Al mismo tiempo, el avance de la informática está comenzando a producir verdaderos autistas que ya no pueden distinguir entre un amigo real y un amigo “virtual” al otro lado del océano, “amigo” al que terminan valorando más precisamente porque no les supone ningún compromiso (en otras palabras, estamos empezando a abstraer ya no el Hombre en tanto sujeto racional o moral, sino en tanto persona concreta, real). Por otro lado, transformar otros planetas no sólo es un objetivo que cada día parece más lejano e inutil sino que además se torna indeseable si consideramos lo que los seres humanos estamos haciendo con éste, el único planeta habitable que por el momento tenemos bajo nuestros pies (en parte “gracias” a la industria y los residuos que genera).
¿No se percibe lo engañoso que resulta todo ese pseudodiscurso publicitario sobre los beneficios de la tecnología? Es un discurso generalmente entendido como capitalista; pero el llamado “socialismo real” tampoco ha querido detener la tiranía de la máquina, sobre todo porque la diferencia entre los dos modelos planteados ha pasado históricamente de ser una cuestión ideológica a ser una cuestión geopolítica (cosa que quedó perfectamente demostrada durante la llamada “Guerra fría”, que lejos de representar el conflicto entre dos modelos opuestos de sociedad encarnó más bien la lucha demencial de dos megaimperios sedientos por obtener el predominio del poder mundial).
La máquina está a la base de todo esto: ella representa el origen de todo ese discurso tontamente optimista sobre las ventajas de la evolución ilimitada y desenfrenada de la técnica. Engendros monstruosos como la bomba atómica, las armas químicas o la manipulación genética (de cuyas consecuencias prácticas aún no tenemos noción pero que no tardaremos en ver los horrores que tornará posibles), muestran hasta qué punto el progreso técnico no sólo resulta algo indeseable sino también algo de lo que deberíamos empezar a preocuparnos por ponerle un freno inmediato, más allá incluso del modelo de sociedad al que aspiremos, el cual, dado el estado calamitoso en que se encuntra nuestro medio ambiente, casi podría llegar a ser considerada una cuestión de segundo grado (y soy conciente del horror que generará en muchos compañeros esta afirmación; pero simplemente hagámonos este planteo: ¿qué mejora podremos pretender dar a nuestras sociedades si el planeta se convierte, más tarde o más temprano, en un infierno inhabitable merced a la contaminación y la destrucción masiva de recursos?). Por eso cierro mi trabajo con un pensador tan alejado de los problemas sociales clásicos como Heidegger, que sin embargo, a pesar de su modo un tanto críptico de expresarse, creo que atisbó lo esencial de un problema que ya en su tiempo comenzaba a tornanse crucial (y cabría la paradojal pregunta: ¿cómo un pensador que pudo entrever el riesgo que suponía para la subsistencia de la Humanidad la técnica pudo apoyar alguna vez un régimen que vió en un progreso técnico desenfrenado una garantía para el dominio del mundo?).
Yendo a la confusión entre la técnica y su uso de que hace mención Esteban, creo que no existe tal confusión. No creo que sea posible hablar de un “buen” y un “mal” uso de la técnica; eso no tiene que ver con buenas o malas intenciones, ni con el modo como la técnica es administrada por las sociedades humanas. Lo técnico –y este es quizá un punto que no desarrollé del todo en el artículo- es algo que, hasta cierto punto, siempre termina adquiriendo una especie de “vida propia”. No me refiero a la parábola apocalíptica del robot que adquiere conciencia de sí mismo y se rebela contra sus amos; me refiero a que la tecnología es algo que, una vez desarrollada, comienza a imponer sus propias reglas de juego, tanto a las sociedades como a los individuos. El caso ya mencionado de la informática: ¿puede pensarse hoy día un chico que creciese, se entreteniese y educase sin el auxilio de la informática? Ciertamente no moriría por no saber lo que es una computadora, pero seguramente pasaría a ser una especie de paria en un mundo donde no entender por lo menos los rudimentos básicos de la informática puede ser considerado casi una discapacidad grave (en mi época era no jugar bien a la pelota… en fin).
A lo que voy es a que la máquina, lo técnico, la tecnología o como queramos llamarle, impone sus propias reglas, más allá incluso de lo que las sociedades planifiquen a priori. Y la planificación muchas veces cae en la ingenuidad de lo utópico, como cuando se decía –cosa que no era extraño escuchar hasta hace no mucho tiempo- que el avance de la robótica iba a permitir que las personas ya no trabajasen en fábricas alienantes ni peligrosas para tener así más tiempo asignable al ocio creativo y la meditación… Habría que preguntarles a los que hacen semejante tipo de pronósticos de qué iban a vivir las personas que, precisamente, fueran a ser reemplazadas en las fábricas por los robots. ¿Los va a mantener el Estado? ¿Y cuánto tiempo podría durar eso sin que la sociedad colapsara? Sería ridículo pensar que las cosas se resolverían fácilmente si el Estado estuviese en manos de un comite obrero en lugar de un plantel de burgueses y capitalistas. En la práctica las cosas no variarían demasiado, y la experiencia soviética y stalinista debería servir como permanente recuerdo de que la industrialización masiva y acelerada de un país puede desembocar a algo muy parecido a la esclavitud más abyecta. En otros términos: ¿qué podía importar al obrero soviético si el Estado estaba en manos del Zar, del Camarada Stalin o de los soviets, si en la práctica era explotado del mismo modo y su vida seguía siendo tan o más miserable que bajo el anterior régimen? No hay opresión buena y opresión mala, así como no hay crimenes justos y otros injustos, como a veces se nos quiere hacer creer bajo el confuso manto de los más encomiables ideales…
Esteban dice: si “imaginamos una sociedad comunista en la que la humanidad cada vez le dedique menos tiempo y energía al trabajo que le requieren sus necesidades biológicas y cada vez más a las necesidades espirituales, una sociedad altamente tecnificada parecería ser una condición que favorecería ese objetivo, en tanto con menos tiempo de trabajo vivo se podrían producir mayor cantidad de riquezas…”. Estoy en absoluto desacuerdo con esa tesis por motivos que ya he expuesto un poco más arriba. La idea de que el avance técnico nos va a otorgar más tiempo libre es, por lo menos, terriblemente relativa. Lo percibo en algo tan cotidiano como el uso actual de la computadora para todo lo que tiene que ver con operaciones de administración empresarial, por ejemplo. Hoy en día todo se hace a través de la computadora y la cantidad de papel y tiempo que se ahorra es inmensa. Sin embargo, la misma computadora nos hace perder un tiempo no menos valioso pues su uso supone la posibilidad de realizar operaciones tan complejas que se nos va todo el tiempo tratando de entender cómo hacer esas operaciones. Una vez que lo sabemos, nuestras tareas aumentan considerablemente. Además, la computadora ofrece todo tipo de entretenimientos que, de algún modo, nos hacen perder una infinidad de tiempo productivo. Y lo más grave del caso: hoy día pocos están calificados para manejar con un grado de especialización elevado una máquina tan compleja como la computadora, con lo que muchísima gente que antes podía trabajar operando una simple máquina de tejer o de planchar hoy día casi no tiene alternativas de emplearse, pues la máquina, además de dominar todas las tareas, hace que ellas sean efectuables por muy pocos.

Pero corriendo ya el riesgo de que mi respuesta a Esteban se haya tornado más extensa y pesada que el artículo mismo paro acá la pelota y me corro por si alguien con más puntería que yo quiere apuntarle al arco…
Saludos!

Hernán

lunes, 17 de junio de 2013

Correspondencia transatlántica II


Porcelana y volcán
Respuesta de José Luis Pardo a «Flecha a la otra orilla»




1 de enero de 2013.


Estimado amigo: le ruego me disculpe por la imperdonable tardanza en mi respuesta, pero estuve una breve temporada sin poder mirar el correo y entratanto la bandeja de entrada colapsó de tal modo que me está resultando muy trabajoso reconstruir el galimatías. En cualquier caso, le agradezco de veras las cuestiones que me plantea y el cuidado y la simpatía que ha dedicado a mi escrito; lamentablemente, no voy a dar de momento más que una respuesta muy sucinta que no está a la altura de lo que se merecen como preguntas, pero es todo lo que puedo permitirme por el momento.

§ Genealogía de la razón pura.- Deleuze “hace suyo” el proyecto nietzscheano de corregir la KrV, sin duda. Pero, ¿qué es la KrV? Es un intento de refundar la metafísica sobre nuevas bases cuya radicalidad deriva, sobre todo, del modo como se remite, a través de la “Ontología” de Wolff y Baumgarten, a las “fuentes aristotélicas” de la ciencia del ser en cuanto ser. Kant se convierte, así, en el refundador moderno de la metafísica o en el fundador de la metafísica moderna (crítico-ilustrada). Re-escribir la KrV es, por tanto, volver a refundar la metafísica (por eso, según Deleuze, Kant es para Nietzsche —y para él— un rival, no un adversario como Hegel, puesto que lo que quiere hacer Nietzsche, como hizo Kant, es rediseñar el terreno de juego), empezando por construir otra ontología (distinta de la que literalmente Kant llama por este nombre en la KrV). Ahora, la pregunta es, ¿cuál es esa otra ontología? Yo creo que, básicamente, sus principios están contenidos en DR, que por eso es a mi modo de ver “el discurso del método” (como discurso del método es la Metafísica de Aristóteles o la KrV de Kant), pero está sin duda que Deleuze sigue tanteando y que no llega a estar conforme más que con Mil Mesetas (que sería por tanto su metafísica autorizada y que ha disuelto muchos de los elementos “energéticos” y reichianos de AE en el modelo “lógico” de MP, que retoma los términos de LS. La cuestión importante, para mí, es el modo como Deleuze plantea la necesidad de reescribir la KrV, desde un punto de vista que llama repetidamente post-kantiano (el punto de vista que elige para escribir MP) y en el cual, en efecto, se trata de la cuestión de la “génesis”,  o sea, de la producción. Se pideuna génesis de la razón (o sea, una producción del ser, una génesis de lo real o de la “experiencia real”, una “construcción” de la existencia): ¿cómo puede recibir una petición de esta naturaleza una respuesta que no sea teológica? Esta me parece a mí la gran pregunta.