jueves, 28 de junio de 2007

El devenir de la experiencia propia en la escritura -experiencia impropia-

El devenir de la experiencia propia

en la escritura -experiencia impropia-

...Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que lo transforma cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo. Pero quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender a lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía.

—Gilles Deleuze y Félix Guattari

el nuevo –científico– debe asemejarse a las abejas, que toma la materia de las flores y la elabora dentro de sí transformándola en cera y miel. No recolección ciega de hechos ni razonamiento abstracto, sino interpretación racional de datos

—Francis Bacon

Introducción

Las siguientes notas surgen de diversos comentarios con compañeros donde situamos a la facultad como un espacio donde «siempre se está empezando». Este siempre-empezar, nuevamente se nos presentó en el conflicto 2005.

Pero, posteriormente al ajetreo del apuro por contestar al conflicto nos quedó, la inquietud del pensamiento sobre la experiencia recortada (nuevamente por el conflicto). ¿A qué nos referíamos con ese «siempre se esta empezando»? ¿Al recambio de estudiantes en tanto que su ocupación es temporal? ¿O nos referíamos a una temporalidad propia de la universidad, que percibíamos con mayor intensidad frente al conflicto? ¿Temporalidad cíclica, que se cierra sobre sí misma, marcando nuevamente el inicio, el retorno de lo mismo sin guardar ninguna diferencia?

La repetición de los gestos y el retorno al orden no sólo nos marcaba una dimensión temporal. También nos proyectaba sobre la acción de los estudiantes activos, allí también parece que «siempre se está empezando» porque la acción frente al conflicto en más de un aspecto quedó escindida de toda experiencia anterior al conflicto (y anterior puede leerse como «tan sólo una semana antes») [1].

La caracterización de la temporalidad como un «siempre se está empezando» es propia del conflicto porque éste se presenta como un fragmento desvinculado, pero la fragmentación del conflicto se extiende a nuestras experiencias anteriores, y desde allí a nuestras intervenciones dentro de él. [2]

Algunas líneas que nos gusta seguir:

I- Caracterizamos a este espacio, la academia, con un tiempo propio anterior al modo en que lo habitamos o nos proponemos habitarlo. Sin embargo, por un mismo síntoma, podríamos pensar que dicha fragmentación interna del operar en la temporalidad de la facultad no proviene de ella misma, por el contrario, decimos que se puede tratar de una sintomatología epocal. [3] El problema que encontramos es que de esta manera la facultad no tiene un tiempo propio, sino que marca un «entre» lo cíclico propio del encierro y lo lineal, como ficción de apertura. Es decir, la fragmentación se encuentra inmersa en una línea que la contiene. Pero para ambos casos coincidimos en que la forma de percibir, vivir el tiempo, nos es impuesta.

II- Para que la experiencia no nos habite de un modo fantasmal, provocándonos convulsiones de repetición, con el fantasma derridiano nos preguntamos ¿hasta qué punto «el tiempo de la reflexión, aquí, no significa sólo que el ritmo interno del dispositivo universitario es relativamente independiente del tiempo social y reduce el tiempo de la entrega» ? ¿...«le asegura una libertad de juego grande y valiosa» ? ¿Hasta que punto el aquí no queda fragmentado, escindido de toda práctica anterior, es decir, hasta que punto el conflicto se presenta sin posibilidad de transformarse o profundizarse por medio de la reflexión, producida por prácticas anteriores? Prácticas de otros aquí, que allí son experiencias que permitirían filtrar el aquí, del conflicto.

III- Las experiencias compartidas filtran mis-nuestras prácticas junto a otras y otros, se han co-n-fundido, entonces lo que antes nos era propio (privado) ahora se hace impropio (compartido). Pero, en oposición, nos encontramos con la escisión que plantea el conflicto; la experiencia propia se confunde (engaña) con lo propio del conflicto y de allí surge su caracterización engañosa.

Ese «siempre se esta empezando» fragmenta nuestras experiencias, las experiencias de compañeros y compañeras no se logran compartir–socializar para que a la hora de intervenir en un nuevo conflicto (novedoso en el tiempo y no en su forma) dicha intervención no se realice desde un lugar vacío, creyendo además en la originalidad de las intervenciones [4], porque el conflicto no es vacío, por el contrario, ya viene prefigurando un espacio sobre el cual actuar. Entonces las experiencias previas no son puestas en común, ni sirven para la reflexión del conflicto, con lo cual la posibilidad de la apertura del mismo (profundizarlo, extender sus márgenes) queda cercenada.

Sobre «las miradas» de «los conflictos»

...pero he aquí que el espejo parece absorber, tanto al ser que se refleja en él, como al ser que contempla la imagen.

1) La mirada propia (del conflicto)

La mirada como intencionalidad otorga también una forma, ese tipo de mirada podríamos decir que es una caracterización. Así, frente al último conflicto en que nos vimos inmersos en la facultad, las caracterizaciones en nuestros grupos pasaron de un conflicto (donde toda acción política estaba predeterminada) al de un conflicto que contenía una anomalía (y que debíamos hacer explícita). Pero también sucede, muchas veces que, «lo que vemos delante, nos mira adentro» [5]. Así pues, antes de apresurarnos a sentar una tercera posición (y alejándonos a toda tentación dialéctica) preferimos adentrarnos al juego que desplegaron en nosotros ambas caracterizaciones.

Cuando afirmamos que un conflicto no es una anomalía, y lo caracterizamos como ese espacio doblemente definido, lo hacemos desde nuestras experiencias, experiencias de compañeros y compañeras que han intervenido, participado, transitado otros conflictos. Sin embargo, las experiencias no resultan compartidas con otros y otras compañeros/as, sino que paradójicamente caen en una especie de capitalización simbólica desde la cual se construye una crítica al conflicto; las experiencias no se socializan, no producen un encuentro con los otros y otras, y nos situamos al exterior del conflicto. De manera que la crítica es percibida como vacía, hueca, y resulta ser un eco del pasado que aturde por la disonancia.

¿Será que el conflicto, como realidad sobre-codificada, aturde también a las experiencias? Pareciera que la misma presentación del conflicto como sobre-codificación, sólo nos permite construir una intuición cerrada del mismo, no logramos tener una conciencia más amplia de él, de modo que nuestras experiencias se vuelven contra nosotros mismos operando negativamente, nos aislamos de los otros/as, nuestras experiencias sólo llegan a producir gestos huecos. Así, las experiencias propias se vuelven impropias, pero no por la co-fusión con los otros y otras, sino por la mirada fragmentada del conflicto: aquí lo impropio hace referencia a la privación de nuestras propias experiencias, estamos escindidos de ellas.

Pero, además, el aislamiento se produce cuando la experiencia de los compañeros/as es decodificada como un acto de conciencia honesta, «me aíslo del conflicto porque mi experiencia capitalizada individualmente me dice, me aconseja, me dicta, me sabe decir, me hace tener conciencia de, que ya sé cómo terminará todo». Allí la conciencia realiza un pliegue, pero de menor intensidad, porque la conciencia, allí, es individual (nos atrevemos a decir que es hasta moral). Y que en algunos casos nos conduce a una construcción discursiva que separa nuestra cabeza del cuerpo, teoría y práctica separadas, y otra vez la formación académica. [6]

Esto es un posible modo de comprender por qué otros compañeros pudieron entender que nos ubicamos por fuera de la realidad (sobre-codificada o no), es decir, desde la otra orilla nos enfrentamos al cierre de lo que supuestamente estaba abierto, el conflicto como anomalía.

Así pues las experiencias anteriores no forman parte de nuestra memoria, sino que se tornan en saturados recuerdos que, frente al conflicto, se transforman en causalidades alienantes, para uno mismo y para los otros. Entonces para muchos compañeros y compañeras no participamos del conflicto, ni de las marchas, ni de nada de nada [7].

2) Las miradas que generan mitificaciones:

El proceso también se cierra o se clausura cuando se mitifica un método, en ese proceso de mitificación contribuimos a la formación de una neurosis de repetición, hacemos como si el muerto estuviera vivo, colocamos aún sus cubiertos y conservamos su lugar en la mesa, porque la repetición es tranquilizadora, en tanto que es una situación conocida, o le imprimimos ese carácter.

Frente al conflicto caemos en una neurosis de repetición en tanto que intentamos aplicar métodos (como fórmulas cerradas) que funcionaron para otra situación. Pero además la neurosis de repetición es creada por la propia temporalidad que plantea el conflicto porque en él se detiene el tiempo y quedamos atrapados en «el siempre se está empezando», atrapados en el «instante finito como infinito». [8] Olvidamos u omitimos que el conflicto nos captura en una realidad sobre-codificada, y esa marca ahora no es impersonal, sino que nos es propia, porque nos constituye en el proceso de subjetivación o nos determina como subjetividad, en tanto que convulsión de repetición de métodos de intervención en él. Porque la determinación de nuestra subjetividad se da con una determinación del espacio-tiempo que produce el conflicto, es decir la subjetividad queda capturada en un territorio cerrado, y así el conflicto opera sobre las relaciones que mantendremos entre nosotros, pero de ahora en más, dentro de su temporalidad.

Si hasta con anterioridad al conflicto pugnábamos por la formación de una nueva subjetividad en la academia, o al menos un comienzo del pensar pensándonos (donde además el pensamiento forma parte de ese mismo proceso, porque no era un pensar en soledad, no era una meditación –y con esto estoy pensando lo que diagramábamos como jornadas de estudiantes de filosofía), ahora el conflicto había definido nuestro quehacer, y nuestra relación con los otros, a saber, la repetición de lo homogéneo, en lo homogéneo, el pensamiento de lo mismo, produciendo lo mismo. Y para utilizar alguna referencia a la «filosofía digestiva» que nos grafique la situación, cuando muchos creían que marchaban, estratégicamente, a devorarse el conflicto, el conflicto ya había puesto la mesa, y afilado los dientes, lo mismo asimila a lo otro, como se hace con lo que se come y se bebe, y luego de la digestión lo que no sirve, ya se sabe...

Es decir, el conflicto nos digiere cuando nos confunde con él mismo, llevándonos a confundir entre lo nuevo y un simple cambio de elementos dentro de un mismo régimen de signos, donde la función es la misma, así también confundimos acontecimiento con conflicto.

La sobre-codificación del conflicto se extiende a nosotros mismos, sobre-codificándonos, es decir generando una saturación en el campo de la intervención. Así pues, habitamos un lugar al modo del exilio (subjetividad homogenizada o que su modo de encuentro es homogéneo).

Pero no negamos la posibilidad de profundizar las líneas o márgenes que permitirían la apertura del conflicto, y llegar a la diferencia que rompería con «el siempre se está empezando». Lo que re-marcamos es que dichas fronteras no se amplían frente al conflicto porque éste nos subsume a otra temporalidad. Por el contrario, marcamos que la diferencia se encuentra en la producción de composiciones nuevas que se dan en una temporalidad fuera del presente del conflicto, es decir en el trabajo previo (para nuestro ejemplo, en el trabajo que se estaba dando en la organización de unas jornadas de estudiantes). Allí hacemos a la diferencia y posibilitamos el encuentro, porque creamos además una temporalidad.

Y no hablamos de temporalidades que se dan en otro tiempo, sino de construcciones que suelen ser movimientos de flujos temporales que en este caso luchan por la formación de una subjetividad, la nuestra. Entonces conviven en tensión hasta que una reconduce a la otra, es decir hasta que una codifica a la otra.

Pero además, la cuestión es que, en la mitificación, la reconducción se realiza por nosotros mismos creyendo que profundizamos el conflicto [9]. Y en la profundización, que ahora es procesos de mitificación, lo que encontramos es la repetición cerrada de elementos: la asamblea trunca en la calle, la toma y cierre de la facultad, el levantamiento de clases, el desencuentro de los grupos, nuestros desencuentros... y el intento de la repetición de acciones de otros tiempos que profundizaron otros conflictos. Es decir, nos negamos la reflexión sobre experiencias anteriores al conflicto, y a la vez realizamos la repetición de formulas cerradas. ¿O la repetición es la negación de la reflexión- socialización de experiencias? ¿Podemos decidir cuál es causa y cuál efecto?

Lo cierto es que contribuimos a la formación de una mitificación o una escena ficcional, porque sin esas experiencias compartidas... textos, lecturas, escrituras («espectros» al modo derridiano) no nos co-n-fundimos con los otros en el presente, los otros no nos afectan o no nos dejamos afectar, habitar por ellos, entonces creamos otras personificaciones míticas, produciendo nuestros propios (impropios) fantasmas. [10] Creemos que la mera repetición mecánica de asamblea o marcha posibilitará la apertura, pero así no habitamos el conflicto con la diferencia de la producción de composiciones nuevas, sino con el aislamiento que nos produce la compulsión de repetición. No habitamos el conflicto, sino que el conflicto nos territorializa desde la mitificación de la lucha. ¿Dónde queda la experiencia de los otros? En el apuro por participar de la escena ficcional, no hay tiempo para pensar en la experiencia común, no podemos articular una palabra que se lleve a la asamblea y que funcione como ruptura para pensar «ese mismo régimen de signos» [11].

Aquí, nuevamente, en las miradas que generan mitificaciones, no posibilitamos el encuentro, sino que a través del conflicto extendemos el desencuentro corriendo tras su tiempo. Esa es la mirada del conflicto o, si lo prefieren, el modo en que nos afecta, des-afectándonos, desarticulándonos, descomponiéndonos. Es la manifestación del poder descomponiendo o el devenir de las fuerzas reactivas propias e impropias, las primeras como mitificación y desencuentro con el otro en el presente, y las segundas como repetición y cierre.

Entonces, ni aquellos empujados por la eventualidad del conflicto hacia dentro del mismo, ni aquellos expulsados también por la misma eventualidad, hemos posibilitado el encuentro... Por el contrario, el conflicto perpetuó el desencuentro... ¿O el desencuentro hizo que el conflicto llegue nomás a una sustitución de signos?



[1] Recuerdo que unas semanas antes del conflicto estábamos organizando unas jornadas de estudiantes de filosofía donde uno de los ejes era entorno a la producción de subjetividad en la academia.

[2] Ver artículo Germinal, en revista Dialéktica, número 17, primavera 2005.

[3] Así como «los problemas de la universidad son los problemas de la sociedad capitalista», también decimos que el tiempo de la universidad es el tiempo de la sociedad capitalista.

[4] La característica de originario, tanto del conflicto como de las intervenciones que aquí realizamos, la hacemos desde una referencia a la «pre-compresión» que elabora Martin Heidegger.

[5] Didi – Huberman, medio campista de la selección alemana del 86, que luego de una lesión importantísima, devino en filósofo contemporáneo.

[6] Y otra vez la importancia de vincular esto con el intento de realizar unas jornadas de estudiantes de filosofía, donde se intentaba pensarnos; evidentemente los procesos de subjetivación son más complejos, ya que lo estamos transitando y allí no basta con nombrar «no debemos separar la práctica de la teoría».

[7] El vacío que se percibe en nuestras prácticas no es el vacío que abre la posibilidad, por el contrario, al percibirse desde el mismo modo de operar fragmentario del conflicto, es decir en la inmediatez, donde no se puede vincular el trabajo que veníamos realizando en nuestra carrera con el presente del conflicto, la percepción no era de vacío, sino era una percepción vaciada.

[8] Dice Zambrini que «la neurosis es el intento de detener el tiempo y quedar en la aprehensión del instante finito como infinito a través de la fijeza de la repetición».

Esto nos aislaría de una intuición de conciencia más amplia, y de una comprensión global, nos separaría de nuestras experiencias, y de la experiencia de los compañeros. Entonces quedamos escindido de la experiencia de los compañeros para enriquecer, es decir para multiplicar... quedamos homogenizados.

[9] ¿Cómo es eso, Sr. Spinoza, de que, creyendo uno que persigue la libertad, persigue sus propias cadenas?

[10] Esta impropiedad de los fantasmas, no se refiere al compartir entre los compañeros/as las experiencias previas, constituyendo una nueva subjetividad (impropiedad al modo derridiano), sino por el contrario, los fantasmas que se produce en la mitificación, se los entiende en el sentido freudiano, donde lo que prima es la repetición de una escena ficcional vivida como presente que clausura toda irrupción de lo nuevo, pero a la vez son impropios, en tanto que provienen de la temporalidad del conflicto, de allí también la clausura y la subjetividad que se produce, asumiéndola como propia.

[11] Recuerdo que los compañeros de MQN fueros los únicos que intervinieron en una de las asambleas marcando la problemática de la cuestión del aumento del presupuesto y la distribución injusta hacia dentro de la UBA. En esta cita también recuerdo el texto «Quebrar la triple ilusión, sobre concursos, rentas y excelencia» repartido, en nuestra facultad, tan sólo un cuatrimestre antes del conflicto (por no remontarme aún más atrás). Ambos hechos se refieren en más de un sentido al conflicto, pero no fueron producidos bajo la temporalidad del mismo. Hay un trabajo previo que parece perderse, olvidarse, o no poder comunicarse frente al conflicto.

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