jueves, 28 de junio de 2007

Editorial

Máquina-estética

01.

Lo que tenés en tus manos es una máquina. Podés cerrarla y dejarla por ahí, como un motor apagado. O podés ponerla a funcionar con otra máquina, en cuyo caso ya no importará si la cerrás y la dejás por ahí, como un motor encendido.

Quienes hacemos esta revista nos conocimos antes de hacer esta revista. Nos conocimos haciendo otras actividades, poniendo a funcionar otras máquinas: máquinas de intervención pública en las aulas en las que cursamos, máquinas de registro escrito en cuadernillos intempestivos, máquinas de producción de conocimiento en forma de pre-materia, máquinas de activación vecinal con asambleístas variopintos, máquinas libidinales de almuerzos al sol y cenas en la vereda, máquinas de interpretación en los grupos de lectura... En fin, esta revista es ni más ni menos que una máquina entre esas máquinas.

02.

Nos une, también, el espanto. El espanto ante cierto modo de hacer que en la academia se manifiesta, entre otras cosas, en una forma de escribir en la que se remite constantemente a la «tradición filosófica». No obstante, se trabaja como si el «diálogo con los autores de la tradición» no fuera ya constitutivo de nuestro ser-en-el-mundo, como si ese diálogo fuera algo que «se debe hacer» como quien hace una mueca, como quien sobreactúa, como quien procede por afectación. A la hora de escribir un texto que descanse sobre pretensiones filosóficas la academia parece exigir cierta forma de diálogo explícito con la tradición. Como si tuviésemos que «hacer el esfuerzo» de establecer el diálogo. Como si no fuéramos ya ese diálogo, también. Como si el pensamiento, o específicamente el pensamiento filosófico, habitara un plano distinto, disyunto, distante y divino respecto del plano en el que los seres humanos sentimos, lloramos, bailamos, corremos, reímos, cojemos, hablamos, comemos, hacemos música, vamos al cine... Como si, para dialogar con la tradición, tuviéramos que forzarnos a poner entre paréntesis nuestra inmanencia en ella. ¿Y? Y... que la sustracción al diálogo con la tradición es imposible. Somos también el diálogo constante con la tradición oficial de la filosofía. Pero no sólo con la tradición oficial de la filosofía. Y ni siquiera somos únicamente «diálogo» con una tradición, sea la que fuere: somos la tradición, es decir, la tradición nos está haciendo ahora, mientras la hacemos.

Pero cuidado: que la tradición filosófica sea constitutiva de nuestra realidad concreta no nos exime de explicitar el diálogo con ella, porque los elementos de la realidad concreta en que vivimos no son evidentes por sí mismos, de modo que podamos considerarlos como ya esclarecidos y dedicarnos sin más a pensar espontáneamente. Por el contrario, la opacidad con que se nos presentan las condiciones de nuestra propia existencia nos permite, e incluso nos exige, una continua exégesis y auto-exégesis. Si los textos de la tradición son un elemento de la historia social de la humanidad de la que participamos, elucidarlos puede permitirnos también abordar nuestras propias condiciones de existencia de forma renovada.

Por eso nuestra disputa con la academia está en cómo se relaciona con la vida social en su conjunto. El academicismo no consiste en prodigar citas de autor, sino en reducir las capacidades político-críticas del lector a la exégesis de los textos abordados, como si los «problemas teóricos» existieran en un orden de cosas radicalmente distinto del de la praxis concreta (en la que también el lector vive). La academia funciona sobre la base de la (falsa) separación entre sus prácticas y la realidad histórica en su conjunto. Sobre este supuesto se promueve un modo de relacionarse con los textos de la tradición según el cual el lector que los aborda se encuentra mutilado y así imposibilitado de concebir las mediaciones entre sus reflexiones teóricas y su praxis social. Podemos afirmar entonces que esta escisión subjetiva se manifiesta en el tipo de lectura que la academia legitima. O mejor aún: en la construcción académica de un tipo de lectura lo que está construyéndose es un tipo de lector, un lector académico cuya estancia en la universidad garantice la hegemonía ideológica de una praxis subjetivamente escindida de la política.

La construcción que la academia hace de un tipo de lectura/producción de textos se basa en una fórmula sencilla: dotar al texto de una temporalidad independiente de la temporalidad de su lector/productor. El texto tendría una temporalidad propia, desvinculada de todo con-texto social, de todo «afuera» político del texto, una temporalidad ab-suelta de relaciones con el alrededor material del texto.

Dirán: ¡Pero si en la academia se habla permanentemente de lo importante que es contextualizar la lectura! Sí, pero la contextualización que se lleva a cabo en la academia apunta tan sólo a empotrar la lectura al sabor necrológico del momento del pasado en el que el texto en cuestión fue producido. Toda pretensión de vivificar el texto poniéndolo en conexión con problemas cotidianos está condenada de antemano en tanto que el texto y el lector ya han sido enviados al pasado. El texto aparece entonces desactualizado, obsoleto, vencido. A esta operación que convierte la potencia material, con-textual y presente, en discusión ideal, textual y pasada, es a lo que la academia llama «contextualizar». Y agregamos, esta operación académica que cifra el texto bajo una temporalidad absoluta no es para nada inocente. Por el contrario, es una operación política que produce efectos reales en la cotidianeidad: cierto modo de relacionarse con los textos (ya sea para leerlos o para escribirlos) produce la conservación de lo instituido, refuerza y legitima el régimen de relaciones impuesto.

03.

Recordemos que la tradición oficial de la filosofía en occidente reivindica, en su acta de fundación, el suicidio de Sócrates (y sí, el acta de «fundación» de la filosofía oficial es un acta de «defunción»). Desde entonces, no por casualidad esa tradición postula la subordinación de la aísthesis o conocimiento perceptivo bajo la preeminencia de la nóesis o conocimiento intelectual, «elevando» a esta última a un rango superior, desligado, «autónomo», libre (antes dijimos «distinto, disyunto, distante y divino»). Instalada esta jerarquía de lo intelectual por sobre lo sensorial, la tradición oficial milita el mismo efecto contra el afecto: la expulsión de todo lo emotivo, corporal, erótico, sensual y voluptuoso fuera del campo filosófico, hacia la poesía, la pintura, la música, la narrativa, la danza, el teatro, la polifonía del lenguaje cotidiano, etc. Por eso el discurso narrativo, poético, literario cae bajo la hegemonía del discurso argumentativo, silogístico, refutable y no puede determinar los discursos responsables de la organización del pensamiento y de las sociedades: el filósofo, el científico y el político no pueden «contar cuentos».

Ahora bien, quienes hacemos Amartillazos desestimamos todo intento de invertir esa jerarquía. No queremos «que la tortilla se vuelva». Pero tampoco queremos seguir comiendo mierda. (De hecho, Platón utiliza el mito tanto como nuestros políticos el cuento.) Afirmamos la percepción, la aísthesis, pero no como el punto de llegada que clausure las preguntas, sino como el ineludible punto de partida que dispare los problemas. La filosofía es producción de conceptos, pero un concepto no es una sentencia, no es una cerradura. Un concepto es una respuesta que abre un haz de preguntas, un concepto es un problema. Es algo activo, viviente, aun feroz: un concepto es una bestia. En este sentido, cuando hablamos de «producción de conceptos» queremos decir que la creación está en el trabajo del concepto funcionando, del concepto conectándose, relevándose con dominios no-conceptuales. Un concepto es una máquina. No hablamos sólo de hacer de los conceptos algo discutible (lo cual sería casi como el intento de poner de moda un vocabulario), sino también y especialmente de hacer públicas nuestras discusiones, de derribar los muros de la fábrica de conceptos, de poner todas la posibilidades en juego: los dados, el cubilete y las reglas.

04.

El concepto de «estética» (aísthesis) sufre de una dualidad desgarradora: es «teoría del arte» y es también «estudio de las condiciones de posibilidad de la experiencia». En este sentido Amartillazos es una máquina-estética: se dispone como sede de encuentro o, mejor, como el campo de batalla entre esos dos sentidos de la estética. En otras palabras, queremos transitar una articulación política de ambos sentidos. ¿De qué manera? Sintéticamente, podríamos aventurar: si existen condiciones trascendentales de la experiencia posible, esas condiciones son inmanentes a la experiencia real. O sea, es en la experiencia concreta donde se constituyen las condiciones trascendentales de la experiencia posible. Pero toda filosofía parte de supuestos, así que haremos, por lo menos, tres aclaraciones.

La primera aclaración es que, para nosotras/os, la constitución de las condiciones trascendentales de la experiencia no es una tarea individual, sino colectiva, social y, por ende, política. Desde nuestra perspectiva es inconcedible (pero no inconcebible) la existencia de un sujeto trascendental independiente de las relaciones sociales concretas e históricamente determinadas. En lugar de pensar un Sujeto que preside un dominio «trascendental», preferimos desplazar el problema hacia la constitución social e histórica de subjetividades. Esta es nuestra segunda aclaración: no hay «sujeto trascendental» de la experiencia, sino génesis social e históricamente determinada de formas de subjetividad. La constitución del mundo no resulta de la actividad de un Sujeto o, en todo caso, no resulta de un sujeto pensable a partir del modelo de una «consciencia representativa». De este modo, la subjetividad pasa a ser producto del proceso social concreto e históricamente determinado, pero un sujeto-producto que es a la vez productor, un sujeto práctico, múltiple, anónimo, y, por definición, sin consciencia total de sí. Lo que nos trae a la tercera aclaración y es que por «determinación» no entendemos «determinismo», «predestinación» o «teleología», sino «propiedades», «predicados» o «cualidades» en tanto condiciones de desarrollo o de despliegue de las fuerzas en juego: así, una infinitud de determinaciones sociales, una infinita riqueza de condiciones propias de una sociedad, no imponen jamás la anulación de un «resto» de indeterminación, sea que le llamemos a ese resto «inconsciente», «ideología», «voluntad de poder», «relaciones de producción», «intencionalidad vacía», o lo que fuere.

Pero... ¡eso no es un sujeto!

Precisamente. Se trata de un «no-sujeto» que se identifica con el ensamble de las relaciones sociales de producción; ensamble que produce representaciones sociales de objetos al mismo tiempo que produce objetos representables, que produce cierto tipo de objetos para el consumo al mismo tiempo que produce cierto tipo de consumidores, que produce cierto tipo de objetos para la investigación filosófica al mismo tiempo que produce cierto tipo de filósofos.

En suma, el problema de la constitución de formas de subjetividad es un problema de organización. La tensión entre arte y filosofía que hallamos cifrada en el concepto de estética no tiene solución, esto es, no logra conciliación armónica alguna, pero acierta su campo de desarrollo —su lugar de encuentro y de batalla— en la política como reflexión crítico-práctica de las formas de organización de la vida.

05.

No escribimos sólo para el entendimiento. Los conceptos establecen alianzas ineluctables con afectos y con percepciones. No queremos hacer filosofía célibe. Y guarda, que no estamos moralizando. El celibato filosófico marca la cancha de la autolegitimación institucional, es decir, el celibato filosófico es una actitud eminentemente política, no moral: «trabajar con conceptos» encerrada/o en un cubículo es una práctica que alimenta un modo de hacer filosofía totalmente adecuado a un modo de producción social específico: el capitalismo. Nosotras/os creemos en la organización paciente y constante de nuevos proyectos subjetivos, algo que proponga una articulación distinta de la sociedad, algo que provoque que nos movamos distinto, que bailemos al revés. Una contradanza. Un tipo de organización que ya sea un modo de salirnos de donde deberíamos estar, un tipo de organización que ya sea escapar del rol asignado al tiempo que creamos alternativas a la producción de lo existente: se trata de des-sujetarnos y constituirnos, a la vez, en sujetos de cambio.

Pero, ¿no caímos en lo que acabamos de criticar? ¿No nos estamos alejando nosotras/os también de la vida cotidiana? ¿Cómo pedir «paciencia» ante los problemas inmediatos del salario, de la explotación, de la inseguridad... para no hablar del hambre, la desocupación, la crisis de la salud pública...? ¿No es la producción de espera una prerrogativa del poder? ¿No es propio del celibato filosófico pedir paciencia a quienes están inmersos en la impaciencia de sus problemas cotidianos?

No.

La autoorganización de la vida no es la resolución inmediata de los problemas del mundo ni es la promesa de un reino de soluciones. Eso es un programa electoral, no la autoorganización de la vida. Para nosotras/os, autonomía es la creación de nuevas posibilidades, no la realización de lo posible. La autonomía es un compromiso con la cuestión de la libertad y la igualdad, un camino colectivo que es largo siempre, incluso cuando en algunos momentos pueda haber aceleraciones.

La autonomía no es un medio, es una afirmación: la afirmación de otro modo de hacer. La autoorganización supone un colectivo creador y no un instrumento ni un aparato. Reducir la propia práctica (política, productiva) a un mero instrumento de un fin trascendente, por más deseable que éste aparezca, significa separarnos de nuestra capacidad de hacer, generar nuestra vida social de modo que se nos enfrente perpetuamente como ajena. Tal cosa regenera, en el seno de las formas de lucha anticapitalista, los procesos fundamentales de aquello que intentamos combatir. El antagonismo con el modo de producción vigente en general y con su articulación universitaria en particular radica, luego, en la actualización, en la cotidianeidad de nuestra práctica, de otro modo de obrar. Un modo de obrar que se base en el despliegue colectivo de las facultades humanas y no en su clausura autoalienante; clausura que, repetimos, se manifiesta en la concepción de la emancipación humana como un fin trascendente para el cual la existencia actual es un mero instrumento.

No por esto debe suponerse que el sentido y la realidad de lo que hacemos se agotan en su inmediatez. Por el contrario, afirmamos cierta manera de hacer las cosas y no otra: he allí nuestra limitación inmanente, nuestro darnos (auto) la propia convención (nomos). La determinación de este otro modo de hacer es en sí misma la negación (fragmentaria, parcial) del modo de producción capitalista. Así, la positividad (el carácter de «puesto» en el ser de las prácticas y de la experiencia de las que indefectiblemente partimos) posee un carácter negativo, contradictorio, en tanto está mediada, en sí misma, por su conflictividad irreconciliable con el contexto mayor de la sociedad en que opera. Reconocer esta mediación nos permite afirmar lo que hacemos no como mero medio, sino como «ya» el fin a que aspiramos, si bien no realizado en el sentido del acabamiento o la clausura. De aquí es que podemos recorrer pacientemente este camino colectivo que es, insistimos, largo siempre.

06.

A la hora de escribir, compartimos un supuesto: no hay producción específicamente escrita que no esté mediada por la producción genéricamente social. El teclado en el que tipeamos palabras y las palabras que tipeamos en el teclado son producto de la cooperación histórica universal de las generaciones humanas. En este sentido, no hay escritura que no sea inmediatamente social, inmediatamente colectiva. De lo cual se deriva que la propiedad privada de los textos es necesariamente ilegítima.

Pero no nos quedamos tranquilas/os sabiendo eso, no dijimos «bueno, que cada una/o escriba como pueda y después abrochamos lo que haya, total, cada texto será en sí mismo comunista». Lo que hicimos fue charlar en sucesivas reuniones acerca de los temas y problemas que nos interesaba abordar, individual o grupalmente, y acerca de las dificultades y atolladeros que la escritura presenta en una carrera como es la de Filosofía. A partir de esas reuniones, fueron apareciendo textos tentativos, fragmentarios, y los fuimos trabajando de diversas maneras, en las reuniones o vía mail: a veces sugiriendo modificaciones de estilo o de contenido o de argumentación, a veces proponiendo materiales que se vincularan con las ideas escritas (bibliografía, películas, música, anécdotas), a veces metiendo mano directamente en esos textos.

Compartimos, también, un principio de igualdad: todas/os podemos pensar y decidir. Lo que no significa creer que nuestros saberes, nuestras experiencias y nuestras inquietudes sean las mismas. Las diferencias existen y no se contraponen a la igualdad, al contrario, las diferencias enriquecen las derivaciones prácticas de ese principio de igualdad. Porque lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad y la jerarquía. Y lo contrario de la diferencia no es la igualdad, sino la homogeneidad y la monotonía. Igualdad y diferencia son integralmente compatibles. Por eso los artículos están firmados. Las individualidades y las singularidades existen y no se anulan por decreto. No compartimos idénticos estilos de escritura, idénticas matrices teóricas, idénticas biografías, idénticas experiencias militantes, idénticos pronunciamientos políticos, etc. La firma colocada al final de los artículos, y no al comienzo como tampoco en el índice, es la resolución parcial que hayamos para transitar la contradicción entre el carácter inmediata y mediatamente colectivo de los textos y su carácter inmediata y mediatamente individual. No importa quién habla. Este es nuestro intento por desplazar la importancia del autor, poniendo sobre el tapete la importancia de los problemas planteados en los textos y su capacidad para potenciar la acción, la acción de la teoría y la acción de la práctica.

07.

Compartimos, también, cierta comunidad de problemas complicados en nuestra práctica cotidiana. Porque el modo de producción de los textos (la nutrición recíproca de diálogo y escritura en base a experiencias comunes, colectivas), la forma de escribirlos, obtuvo como resultado un corpus, un manojo de sentidos, un contenido, que no por tratar con materias heterogéneas (la improvisación musical, el boxeo, La crítica de la razón pura, Leonard Zelig, el estructuralismo, la temporalidad...) deja de abordar problemas que giran en torno a cierta innegable afinidad temática: cuáles son los modos en que operan la identidad y la diferencia, tanto en la constitución de las subjetividades como en la organización de las relaciones sociales.

Hallamos esta comunidad de problemas aun en los tres textos que no fueron producidos específicamente para la revista. «Sobre la estructura» surge del trabajo en un grupo de estudio público y abierto sobre Lógica del sentido, de G. Deleuze. A partir de la lectura colectiva y de la circulación consecuente del registro escrito de las discusiones en el seno de ese grupo, este texto aborda el concepto de «estructura» y aclara algunos puntos fundamentales de una corriente de pensamiento poco visitada en la carrera de Filosofía. Pero además de este valor intrínseco, el texto nos permite poner de relieve la importancia de los grupos de estudio públicos y abiertos, en tanto que despliegan un modo de producir conocimiento alternativo al modo académico, habilitando nuevos recorridos subjetivos y nuevas relaciones sociales. «Apuntes para y hacia un balance político-estructural...» es un documento escrito como aporte para la discusión en el marco del Primer Encuentro de Estudiantes de Filosofía, llevado a cabo en agosto de 2006 en la ciudad de La Plata. El diagnóstico que este documento realiza de la estructura universitaria y el análisis de las dos principales tendencias políticas que habitan la universidad serían inconcebibles sin algunos de aquellos nuevos recorridos subjetivos y relacionales. Por último, «El problema de la historia de la filosofía hoy día», de François Châtelet, texto que le devuelve al uso de la historia de la filosofía su dimensión política, es un elemento importante en la apuesta que hacemos con esta revista: llamamos, con el texto de Châtelet como excusa, a la intervención activa en la producción de Amartillazos.

Así, los textos no son más que pequeños engranajes entre prácticas extratextuales. No nos importa tanto comentar los textos como saber qué tipo de práctica extratextual prolonga esos textos, qué tipo de máquinas se conectan con estas máquinas.

08.

Filosofar a martillazos: fabricar conceptos. Construir. Destruir. Trabajar a los golpes. Transformar materiales, interpretar ideas. Transformar ideas, interpretar materiales. Amartillazos: fabricar de nuevo los conceptos, no aplicarlos. No venimos armadas/os con una teoría. Andamos enmartilladas/os. Porque el pensamiento no se ofrece de modo espontáneo: hay que fabricar sus condiciones. El pensamiento aparece cuando un problema nuevo aparece, cuando una experiencia nueva se actualiza. Lo que ya está dado no hace pensar.

Por eso. Experimentar. A martillazos.

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