jueves, 28 de junio de 2007

Sobre el pugilismo y la finitud

Algunas notas acerca de la subjetividad en la práctica marcial y deportiva

No sólo la riqueza sino también la pobreza humana reciben simétricamente -bajo el presupuesto del socialismo- una importancia humana y, por ende, social. Es el vínculo pasivo que permite que el hombre experimente como necesidad la mayor riqueza, el otro hombre

Karl Marx

Introducción

¿Qué reflexiones filosóficas pueden suscitar los deportes de combate? Por lo general, el combate cuerpo a cuerpo en contacto pleno es concebido, sin más, como una actividad brutal, signada por la violencia, la competencia y el egoísmo. Por el contrario, suele señalarse que la práctica de las artes marciales tiene algunas implicancias éticas, en tanto contribuye a la conformación del sujeto de la práctica. Este trabajo se propone elucidar algunos procesos de subjetivación y formas de interrelación humana que se despliegan en el entrenamiento marcial y deportivo, atendiendo a los dispositivos de práctica y a sus presupuestos sociales más amplios.

Para elucidar –y criticar- el sentido de estas implicancias partiré de un texto de sensei Masaaki Hatsumi, maestro de Ninjutsu. Refiriéndose a Takamatsu, su maestro [1], Hatsumi señala: “en China lo conocían como Mo-Ko, el tigre mongol. Pero en Japón sus amigos lo llamaron `el gatito de Yamamoto` (…) Takamatsu dijo que había necesitado actuar como un tigre en china, para sobrevivir. Ahora él necesitaba actuar como un gatito, de modo que las mujeres lo quisieran y desearan acariciarlo. El secreto es flexibilidad y conveniencia. Cuando se necesita ser un tigre, se puede. Cuando es mejor ser un gato, también se puede”. El artículo de Hatsumi trasunta en general una concepción exacerbadamente teleológica de la naturaleza, que no nos interesa explicar aquí y que no consideramos defendible o simpática en modo alguno. Sin embargo, en el fragmento citado, expresa una noción común sobre la práctica marcial: ésta reconciliaría al individuo con un mundo que difiere de él (y al que no puede sustraerse) tornándolo flexible, permeable a su contexto.

Los modos de práctica y sus sentidos

Habitualmente, entre los beneficios de la práctica de las artes marciales, se señala que éstas proveen un mayor conocimiento del propio cuerpo, de sus capacidades y de sus limitaciones, al tiempo que tienden a ampliar el horizonte de esas capacidades. El sentido inherente a la práctica marcial es, pues, el incremento del control y el conocimiento del propio cuerpo, antes que la lucha en sí misma. En la práctica continua y repetida de complicadas técnicas de combate (en el aprendizaje de acrobáticas patadas voladoras, de técnicas que suponen una precisión milimétrica para dar en el blanco –golpes con un dedo, por ejemplo- y formas –sucesiones de movimientos que implican un estricto control de cada movimiento-) el estudiante del arte marcial aprende a concentrar su atención en cada una de sus extremidades y articulaciones, a conservar su equilibrio, a regular su respiración, etc. De este modo desarrolla progresivamente una conciencia de cada detalle de su cuerpo, de sus dimensiones y de sus capacidades motrices. Quien practica adquiere, al mismo tiempo, una mayor noción de sus limitaciones, de aquello que su cuerpo no es capaz de hacer como determinación de lo que sí es capaz de hacer. El entrenamiento del arte (y en esto coincide con la danza y el deporte en general) enseña a conocer el propio cuerpo en la especificidad de sus determinaciones y por lo tanto en su finitud.

Los practicantes de artes marciales por lo general evitan del combate en contacto pleno, despreciándolo a menudo como un ejercicio burdamente violento [2]. Sin embargo, el mero entrenamiento de formas y técnicas abstraídas del combate presenta un problema fundamental: no hay allí un otro resistente. La técnica pura es un paradigma de identidad, a veces incluso registrado en enciclopedias confeccionadas por instituciones que regulan la práctica. En la perfecta ejecución de un movimiento reglamentado, contra la bolsa o una madera, no hay más resistencia que la de la masa inerte impactada. Entrenando repetidamente técnicas en el aire o con excesiva cooperación del compañero, aprendemos lo que nuestro cuerpo puede, por así decirlo, “en sí mismo”, pero no aprendemos a responder a un rival. Las técnicas estilizadas y separadas del combate ignoran toda especificidad y toda concreción: el maestro las conoce y los alumnos las repiten. La identidad abstracta de la técnica se reproduce en la individualidad de cada cuerpo con independencia de su inserción en el contexto en que la técnica vive, el combate: hay un original y muchas copias. No se altera la técnica para amoldarla a la lucha (a la resistencia de lo que no es idéntico), se disciplina al cuerpo para que reproduzca la técnica preestablecida. Esto no significa que las técnicas (o la disciplina en general) sean en sí mismas dañinas, sólo lo es la forma en que se insertan en un contexto de práctica donde la resistencia del cuerpo del otro se minimiza, elevándose la técnica a fetiche. La técnica es condición necesaria del buen pelear pero no es su condición suficiente. El combate requiere además velocidad, destreza, coordinación, reflejos, y otros atributos que sólo se desarrollan luchando. En la lucha se comprende la finitud de la técnica, su estar en relación con lo que la trasciende y resiste. Si la práctica de las artes de combate aspira a enseñar la reconciliación con lo que difiere, en la reducción a la disciplina técnica, se pierde la diferencia del cuerpo rival (y por ende del propio). El entrenamiento marcial típico, con su rígido esquematismo, es, pues, “idealista”: pretende que la técnica pura, “abstracta”, adquirida en la práctica solitaria abarque de suyo toda alteridad posible. Cree que basta con tener golpes buenos para combatir, como si el cuerpo propio pudiera totalizar el combate. Pero el combate es precisamente la relación con un rival.

El boxeo y los deportes de combate en general se distinguen de las artes marciales tradicionales porque su finalidad intrínseca es la lucha en sí misma y no el acrecentamiento del control y conocimiento del cuerpo, que son en cambio meramente medios para mejorar las habilidades de combate de los practicantes. En el conflicto el otro se revela como propiamente diferente, porque se resiste a nosotros [3]. Para defenderse escapa hacia cualquier parte. Sus opciones de ataque son múltiples, por lo tanto, es en buena medida impredecible. No espera a que ejecutemos la técnica, se le opone por todos los medios posibles: se desplaza continuamente, golpea mientras atacamos y antes de que acabemos de defendernos. Ya no importa únicamente cuán buena sea la técnica de cada peleador, cuánto se acerque al ideal a ejecutar. Ahora todo existe en un contexto que le resiste. Cada movimiento toma su sentido y realidad de su interacción con los otros movimientos del cuerpo propio y del cuerpo rival. Cada cuerpo rompe su ilusión de identidad helada consigo mismo y se revela como cuerpo en un devenir que es lucha y por lo tanto heterogeneidad. La única manera de pelear bien consiste, pues, en abrirse a lo que ocurra. En esto el combate se parece a la improvisación musical. Hay un entrenamiento y una técnica adquiridos que operan allí, pero no hay partituras ni directores. Es preciso lanzarse a lo imprevisible ere y dejarse alterar por ello. Sólo siguiendo el ritmo del oponente es posible derrotarlo. El pugilismo es, pues, “materialista”: se dirige a lo concreto e irreductible a toda abstracción, que en este caso es la lucha. Ninguno de los sujetos participantes puede reunir en sí la totalidad de la lucha, ni permanecer indemne (idéntico a sí mismo) en ella: necesariamente se alteran ambos en su interacción conflictiva.

Identidad y diferencia

Para profundizar la formulación previa apelaremos al concepto de “constelación” que Adorno desarrolla en su Dialéctica Negativa [4]. Para recuperar la especificidad del particular, anulando la pretensión totalizante del pensamiento, es preciso trazar constelaciones que revelen la historia concreta acumulada en el objeto. “La constelación destaca lo específico del objeto, que es indiferente o molesto para el procedimiento clasificatorio (…) Sólo las constelaciones representan, desde fuera, lo que el concepto ha amputado de sí en el interior, alcanzando con el pensamiento lo que éste eliminó necesariamente de sí. Es lo que toma en cuenta el uso hegeliano del término ´concreto´ según el cual las cosas son en sí mismas su contexto, no su pura identidad”. Si el movimiento del pensamiento abstracto consiste en separar la cosa del contexto en que se inserta para reducirla a un mero ejemplo suyo, la constelación de conceptos, que los articula en torno a la cosa, permite revelar las relaciones que ésta mantiene con su contexto, disolviendo su identidad como cosa separada. Así, se recupera la particularidad del objeto, cuya nota distintiva es la historicidad: ”el interior de lo diferente es su relación con lo que no es por sí mismo y le es negado por la identidad helada y reglamentada consigo mismo (…) La posibilidad de abismarse en el interior requiere de ese exterior. Pero una tal universalidad inmanente de lo singular existe objetivamente bajo la forma de historia sedimentada. Ésta se encuentra en lo singular y fuera de ello, abarcándolo y dándole su lugar. Percibir la constelación que lleva la cosa es lo mismo que descifrarla como la constelación que lleva en sí en cuanto producto del devenir”. De este modo, se perfila la forma en que es posible pensar lo diferente: elaborando, en torno al objeto, la historia acumulada en él, que es constitutiva de su particularidad irreductible a todo esquema abstracto. Así, el objeto es buscado no como mero ejemplo del concepto puro, sino como el particular que resiste a la coacción identitaria. La cosa mediada en sí misma por el devenir histórico es irreductible a todo esquema formal. Sólo puede conocérsela leyendo en ella ese devenir, “abismándose” en ella con un pensamiento que no pretenda abstraer su especificidad, reuniendo los conceptos en forma de constelación en torno al objeto. Expresar lo diferente, además, no es posible optando sin más por lo particular como si estuviera en sí mismo con independencia de la existencia de cualquier otra cosa que ello. Algo que poseyera en sí toda su realidad, sin relacionarse con nada exterior, sería precisamente in-diferente. Sólo los términos vinculados difieren. Comprender la finitud de algo, entonces, significa comprender que está mediado por lo que no es, que se constituye en un proceso que lo trasciende

Lo finito y particular, según lo anterior, existe inmerso en un desarrollo que difiere de él, haciéndolo diferir en sí mismo. No puede separarse del proceso en que se encuentra, trazándose una “identidad helada consigo mismo”. Cuando, en el entrenamiento marcial, se privilegia excesivamente el control del cuerpo ignorándose la relación con el rival, se aíslan forzosamente el sujeto y sus técnicas del contexto en que efectivamente operan, del que toman su sentido y realidad, y que los resiste: el combate. El pugilista, en cambio, dispone sus técnicas y del conjunto de su práctica para la relación con un rival resistente. Comprende la finitud de su cuerpo en el sentido más pleno: como relación constitutiva de la identidad con una diferencia que le es irreductible. No evita el conflicto, no reniega de él, se dispone a habitarlo como fin en sí mismo, como forma del desarrollo de sus fuerzas y capacidades. Lo finito sólo alcanza a realizarse en la relación con lo que no es por sí mismo, relación que es, por lo tanto, necesariamente conflictiva. Así, lo finito se comprende y efectúa en el combate y la afirmación de la finitud es posible como afirmación de la conflictividad.

La diferencia alienada

Ahora bien, el combate no existe actualmente como acabamos de elucidarlo, como realización del sujeto a través de su radical finitud. Para comprender esto es necesario pensar algunas relaciones entre el combate competitivo mercantil y el trabajo alienado en general. La producción es, según Marx, objetivación y exteriorización de las capacidades humanas [5], por ende, realización de la esencia humana. Esto no concierne exclusivamente a la producción de mercancías, sino a la actividad sensible humana en general, que incluye también el pensamiento, la contemplación estética, etc.: “sólo a partir de la riqueza objetivamente desarrollada de la esencia humana se desarrolla la riqueza de la sensibilidad humana subjetiva; se desarrolla un oído musical, un ojo capaz de percibir la belleza de la forma,; en suma, son, en parte, educados y, en parte, producidos, sentidos capaces de producir goces humanos; sentidos que se confirman como capacidades esenciales humanas[6]. El hombre, según Marx, se apropia de la naturaleza y del otro hombre de modo de llegar a verse realizado en ellos, no cuando los posee o consume, sino en tanto, en su relación con ellos, despliega sus capacidades intrínsecas. Este despliegue de la esencia humana, su autoproducción o autoposición como actividad sensible humana, incluye, pues, un conjunto de actividades irreductibles a lo meramente útil (irreductibles a medios de vida), incluso actividades que, como la mencionada contemplación estética, no se cristalizan en productos, pero en cuyo ejercicio el hombre despliega sus capacidades. Esto implica que un conjunto de prácticas que podemos considerar como trabajo humano más allá de su utilidad para la subsistencia llegan a valer como fines en sí bajo el presupuesto de la desalienación de la esencia humana. El combate deportivo es también una de estas actividades, que no genera directamente un producto exterior, pero que permite al practicante ejercer sus potencias expresivas y creativas.

A partir de lo anterior, cobra renovada relevancia el elemento de resistencia y rivalidad que señalamos en los deportes de combate. ¿Qué sentido tiene la exteriorización de las capacidades humanas, allí donde conlleva un elemento de radical encuentro del sujeto con so propia finitud? El combate pone de manifiesto, como dijimos, que sus participantes no pueden abarcarlo totalmente o derivarlo a partir de sí. Por lo tanto, trasunta un rasgo central de pasividad: el sujeto de lucha es aquél que no puede reconducirlo todo a su autoproducción pura, aquél que vive más allá de su espontaneidad autogeneradora. En ese elemento de pasividad el pugilismo llega a ser, sin embargo, realización humana. Esto es entendible desde la concepción marxista antes explicitada: aún cuando el ser humano no es activo en su relación con el objeto o con el otro hombre, aún cuando padece, se realiza en esa relación, en tanto ésta es una exteriorización de sus facultades (“la apropiación de la realidad humana, su relación con el objeto, es la puesta en práctica de la realidad humana; es, por ello, tan múltiple como lo son las determinaciones del ser y las actividades humanas; acción humana y pasión humana, puesto que la pasión, humanamente concebida, es un autodisfrute del hombre” [7]). La desalienación humana en la concepción marxista (y –aventuramos- aquí radica la superación del idealismo) no es la reconducción de la totalidad objetiva al sujeto y sus procesos de síntesis, sino la paradójica autoafirmación del sujeto en su pasividad constitutiva, en su relación con la naturaleza y el otro hombre que no puede derivar de sí ni llegar a poseer. Allí donde es finito, donde se encuentra con lo que él mismo no es y que no puede derivar de sí mismo, allí donde es pasivo, según Marx, el sujeto también se realiza en tanto ejercita sus facultades. El combate deportivo, entonces, pone al practicante sensorialmente frente a su finitud, y sin embargo es también una forma de su realización y apropiación vitales, porque en esa finitud él llega a ejercitar su capacidad de actuar (padeciendo).

Empero, al igual que el trabajo en general, en la sociedad capitalista el boxeo debe existir como autoalienación humana, y no, como acabamos de intentar pensarlo, como realización y reconciliación. En un encuentro pugilístico profesional hay vencedores y vencidos, materialmente en todos los sentidos. La inserción del combate en el circuito de la competencia mercantil aniquila toda perspectiva de reconciliación. El reconocimiento no se lo dan los rivales el uno al otro, sino una instancia exterior al combate, los jueces, al vencedor. La victoria es además la propia realización en desmedro del otro, la consumación del antagonismo. Si la técnica pura es autista, se encierra en sí misma ignorando toda alteridad, la competencia es burdamente agresiva: consciente de que existe un otro, busca destruirlo. Dice Marx: “El trabajo enajenado se nos ha escindido en dos partes, que se condicionan recíprocamente, o que son sólo expresiones diferentes de una y la misma relación; la apropiación aparece como alienación, como enajenación, y la enajenación como apropiación; la alienación aparece como verdadera incorporación a la sociedad[8]. El trabajo en sentido amplio es exteriorización de las capacidades humanas y apropiación (no posesión), por el hombre, de la naturaleza y el hombre. Sin embargo, en la sociedad capitalista, o sea, en virtud del modo capitalista de organización del trabajo, éste aparece como desrealización y alienación del trabajador. El espíritu materialista del pugilismo, su promesa de reconciliación o realización humana en la pasividad, en la relación con el rival resistente, es negado por la existencia alienada del boxeo, o sea, por su existencia en la sociedad burguesa. Allí donde en general el otro es para cada uno su mera negación, allí donde la condición de la propia realización es la explotación del otro hombre (o sea, allí donde la propia realización es imposible), el combate deportivo debe existir necesariamente bajo la forma del odio contra el rival. Más aún cuando la victoria sobre él permite el ascenso económico y la derrota lleva a la pobreza. Si hay un elemento de reconciliación y desalienación del sujeto en la práctica pugilística, éste existe negado y soterrado en el circuito de competencia mercantil en que se manifiesta actualmente. Esto no impide el presente análisis, en tanto todo el trabajo alienado es autocontradictorio: es realización humana y a un tiempo alienación. La contradicción presente en la práctica boxística entre la superación de la alienación y la competencia mercantilizada no es sino una manifestación específica del antagonismo que recorre al conjunto de la sociedad, entre el trabajo y su autoalienación, o sea, entre el trabajo y el capital.

Por todo lo anterior, el combate promete y practica una reconciliación con lo diferente, un materialismo consumado, sólo allí donde es un fin en sí mismo, allí donde se sale (siempre parcial y fragmentariamente, en tanto la totalidad social vigente siga siendo el capitalismo) de la forma alienada en que existe el trabajo humano. Si se pelea para triunfar (y para las consecuencias ulteriores del triunfo), se va hacia el otro sólo para negarlo. Sin embargo, en El club de la pelea, se pelea más allá de la victoria y el fracaso. Como en un juego amistoso, se busca la victoria, porque no hacerlo inmovilizaría el combate, pero se la busca como medio para poder pelear. Ganar es una excusa para combatir, la lucha misma es el fin. El reconocimiento no lo otorga un juez exterior, al ganador en desmedro del perdedor; sino que se lo dan mutuamente los combatientes. No se instituyen servidumbre ni señorío, sino que se habita esa relación de mutua alteración. Sólo entonces, cuando existe contradictoriamente más allá de lo existente, la práctica del combate supera su forma antagónica y mercantil, para abrazar lo reconciliado.




[1] “Hiden no togakure ryu ninpo (secret ninjutsu)”, en revista Cinturón negro, nº41, pág 32.

[2] Ver Guz, Luis, “Aikido: cuerpo, mente y espíritu” en revista Cinturón negro, nº41, noviembre de 2004, pág 3.

[3] Para una interesante explicación de la necesidad de luchar en contacto plena para consumar el entrenamiento marcial y de defensa personal, ver el artículo de Pablo Vargas en http://www.redmarcial.com.ar/disciplinas/sparring.htm.

[4] Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002, págs 151 y ss.

[5] Aquí nos basamos en Marx, K., Manuscritos económico filosóficos de 1844, trad. de M. Vedda, Fernanda Arem y Silvana Rotemberg, Buenos Aires, Colihue, 2004, especialmente en los apartados “El trabajo alienado” y “Propiedad privada y comunismo”.

[6] Marx, K. op. cit. Pág. 149.

[7] Marx, K. op. cit. Pág. 146.

[8] Marx, K. op. cit. Pág. 120

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